miércoles, 25 de marzo de 2009

El maestro Rodolfo Bútori

Los niños corren y juegan por el parque infantil, pasan frente a una estatua, sin saber que representa a quien más trabajó por el deporte de la ciudad: el maestro Rodolfo Bútori.
Profesor de Educación Física y amigo incondicional de los más chicos, había nacido en Córdoba en 1907 y posteriormente se vino a vivir a Alta Gracia.
Siendo joven practicó el boxeo teniendo una respetable actuación: fue campeón provincial y llegó a combatir por el título argentino. Después de colgar los guantes se dedicó a la preparación física. Tuvo a su cargo la conducción de varios equipos de nuestra ciudad, pasando a Córdoba donde fue director técnico de Belgrano de 1933 a 1941, y de Talleres entre 1942 y 1947.
Pesaba más de cien kilos distribuidos en 1,88 m de estatura. Existe una foto donde se lo ve levantando a tres jugadores de Talleres, uno en los hombros y los dos restantes en cada brazo.
Era un amante del orden y la disciplina, y los alumnos lo sabían. Si te llegaba a encontrar fumando la primera cachetada era para hacerte volar el cigarrillo, y la segunda, para hacerte abandonar el vicio.
Los estudiantes no solo lo respetaban, también lo querían. Fue un pionero en la tarea de sacar a los chicos de la calle y darles un lugar en el deporte.
Se destacó en el lanzamiento de bala, siendo el primer atleta en Sudamérica que superó los 14 metros. Tuvo su momento de gloria en 1939. La Confederación Atlética Argentina había partido hacia Perú al Torneo Sudamericano en Lima. Debido a una maniobra desleal de los dirigentes porteños, la comunicación para integrar la delegación le llegó tarde.
¡No había en América latina otro deportista que lanzara la bala como él, y Argentina se daba el lujo de no llevarlo! Entre la bronca y la impotencia envió una carta a Buenos Aires en la que informaba que el 18 de mayo, el mismo día en que iniciaban las pruebas en Perú, en la cancha de Talleres, intentaría batir su propio récord.
Fue en el entretiempo del partido entre Talleres y Universitario en que el maestro Bútori entró a la cancha con un paquete envuelto en papel de diario, lo dejó a un costado, por los parlantes se anunció que iba a intentar superar su marca de 14,70 m. La prueba la fiscalizaba la Federación Cordobesa de Atletismo. Luego de dos intentos fallidos, en el tercero arrojó la bala con todas sus fuerzas. Después de la medición, el locutor anunció a viva voz que Rodolfo Bútori había batido su propio récord: ¡14,90 m ¡.
Bútori corrió hacia el paquete misterioso, lo abrió y desplegó una bandera argentina que comenzó a agitar con fuerza. Envuelto en los colores de la patria y con el público ovacionándolo de pie, el maestro le había ganado a la injusticia.
Al día siguiente se enteraron de que, en Perú, el mejor argentino había clasificado cuarto y ni siquiera había superado los 14 metros.
Rodolfo Bútori murió en 1965, a los cincuenta y siete años. Su corazón de gladiador había dicho basta.
El bronce con su rostro entronizado en el Parque Infantil que lleva su nombre nunca pudo ser mejor ubicado, su memoria estará siempre protegida por los niños de todas las generaciones que vayan a jugar a él, acunados por su mensaje de siempre a sus alumnos: “DISCIPLINA, COMPAÑERISMO Y VOLUNTAD PARA EL BIEN DE LA PATRIA, DE LA ESCUELA Y DE NUESTRO HOGAR”.

Fuente: “Camino de la historia” de Cristian Moreschi



Foto: Periódico "Nuevo Sumario"



domingo, 22 de marzo de 2009

Myriam Stefford y Raúl Barón Biza (2da. Parte)

Después de su fastuoso casamiento, tras tres años de vivir en París, el matrimonio regresó a la Argentina. Se quedaron en Buenos Aires, aunque de tanto en tanto viajaban a la estancia, a la que Barón Biza había rebautizado con el nombre de su mujer, y alimentaron las páginas sociales de las revistas porteñas. El diario La Prensa publicó una fotografía de Myriam, “retirada del mundo del espectáculo por expreso pedido de su marido”, en la que se la veía paseando por los jardines de Berlín con un leopardo amaestrado, llamado Gaucho.
Cuando llegaron a Buenos Aires en el verano de 1931, Myriam ya se había olvidado del cine. Vivían en una casona frente a la plaza Francia, en Recoleta, y las cabalgatas por los bosques de Palermo se alternaban con las galas en el Colón, en las que la ex actriz se lucía con pieles y gasas, brazaletes de oro de Cartier y un anillo que llevaba engarzado un diamante de 45 kilates, llamado Cruz del Sur.
Para entonces, la Stefford había empezado a cultivar una pasión que le devoraría la vida: volar.
En solo dos meses había conseguido el brevet de piloto civil y había elegido como instructor a Ludwig Fuchs, un alemán veterano de la Primera Guerra. “Quiero iniciar un vuelo de largo aliento y llegar con mi avión donde nunca llegó otra mujer”, decía. Barón Biza le había regalado un pequeño monoplano biplaza de ala baja, un BFW con motor de 80 caballos construido en madera de pino, y en ese avión, al que había bautizado Chingolo, comenzaría el raid que la llevaría a la muerte.
Al principio, había planeado un vuelo que la conduciría hasta Río de Janeiro, como parte de un proyecto más ambicioso que la convertiría en la primera mujer que uniera en avión Argentina y los Estados Unidos.
Fuchs, sin embargo, consiguió que desistiera del proyecto y que accediera a intentar un itinerario más modesto que uniera las 14 capitales de provincia de la Argentina de esa época.
El 18 de agosto de 1931 el raid comenzó en el aeródromo de Morón, y la primera etapa acabó esa tarde al llegar a Corrientes. Al día siguiente, Stefford y su instructor Fuchs como acompañante viajaron a Santiago del Estero, y la tercera etapa los llevó a Jujuy, donde al aterrizar chocaron contra un alambrado que destruyó parcialmente el avión.
Era una advertencia que nadie hubiera desoído, pero Myriam aceptó el avión que otro piloto, Mario Debussy, le ofreció para continuar, lo bautizó Chingolo II, y desde allí volaron a Salta, Tucumán y La Rioja.
El 26 de agosto de 1931, cuando estaban en camino a San Juan, el motor de la aeronave se paró para siempre sobre los campos de Marayes y se incendió al caer. Ludwig Fuchs y Myriam Stefford murieron instantáneamente. Ella tenía 26 años.
Aunque una pericia policial determinó que el accidente había sido provocado por la limadura de una chaveta en el motor y el mecánico del avión denunció a Barón Biza por el crimen, se decía que estaba celoso de la relación de su mujer con su instructor, nada su pudo probar y la pena del viudo adquirió características monumentales.
A Myriam Stefford la velaron a cajón cerrado en el Centro de Aviación Militar, y al entierro concurrió una multitud. A los pocos días, en el lugar del accidente, su viudo hizo colocar un monolito con una placa que decía en italiano: “Un bel morir tutta la vita onra”. Cuatro años más tarde, pondría en marcha el proyecto de la tumba faraónica.
El lugar elegido para emplazarlo fue su estancia Los Cerrillos, en Alta Gracia, y convocó al ingeniero Fausto Newton y a un centenar de obreros polacos para que pusieran manos a la obra. Seis meses después, cuando estuvo terminado, el monumento era imponente: un ala de avión de hierro y cemento de 85 metros de altura, hueco por dentro, y coronado por una faro.
En la cripta a seis metros de profundidad, Barón Biza hizo colocar los restos mortales de su mujer, y la leyenda dice que metros más abajo, entre los cimientos, una caja de acero donde guardó sus joyas, incluido el diamante Cruz del Sur.
El sepulcro estaba rodeado por cariátides y cubierto por una lápida de mármol negro, donde rezaba: “Maldito sea el que profane esta tumba”. A la entrada del monumento, en una vitrina, estaban el casco de Myriam Stefford, su reloj de vuelo y el timón del Chingolo II, debajo de una losa con la siguiente leyenda: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas”.
Raúl Barón Biza puso distancia con el recuerdo de su primera mujer y su tumba faraónica. Se casó de nuevo con Clotilde Sabattini, hija del ex gobernador radical Amadeo Sabattini. Había dilapidado su fortuna, y acabó sus días en Buenos Aires administrando los locales del Pasaje Obelisco, bajo la avenida 9 de Julio.
El 17 de agosto de 1964 le pondría el punto final a la novela de su vida, suicidándose tras una violenta discusión con su ya segunda ex mujer, en la que le había arrojado ácido en la cara.
Sus hijos decidieron por él cual sería su último destino: hoy Raúl Barón Biza está enterrado bajo un olivo, en Los Cerrillos, a metros del ala funeraria donde yacía Myriam Stefford.

Fuente: “Una pareja de película” de Jorge Camarasa



Los Comechingones

Fueron los pobladores primitivos de las tierras de Alta Gracia. Estos aborígenes habrían llegado a la provincia hace aproximadamente 2500 años a través de un corredor montañoso ubicado en el norte cordobés, conocido como Zumampa. Eran morenos, altos, delgados, de cabeza alargada, y con barba como los cristianos.
Pueblo sedentario de una economía mixta. Por un lado labradores con agricultura bien desarrollada de pocas especies, conservadas en silos subterráneos, contando con riego artificial y útiles de labranza de piedra y hueso. Y por otro, recolectores de frutos y vegetales, y cazadores pedestres con boleadoras, arco y flechas de punta de piedra o hueso.
Usaron cuevas de la sierra como viviendas temporarias. En forma permanente utilizaron choza semi subterráneas, las “casas pozo”, excavándolas hasta formar paredes que luego tapizaban con madera y cueros, cuyo techo se construía en la superficie con ramas y paja.
Los varones comechingones vestían poncho con abertura para la cabeza y brazos, y en invierno agregaban mantas de lana con adornos de muchos colores. Para guerrear se pintaban el rostro mitad negro y mitad rojo.
Sus mujeres usaban falda larga tejida o de piel y camiseta corta adornada con laminillas de caracol terrestre. Adornaban su cabeza con vinchas de lana tejida, de la cual pendían adornos de metal. Se perfumaban con “suico”, planta olorosa de la zona y su peinado partía el pelo al medio y se recogía con una trenza.
Con el grano de maíz fermentado preparaban la “chicha”, una bebida que consumían en abundancia durante las fiestas del solsticio y el equinoccio. Recolectaban la algarroba y con las vainas de ese fruto preparaban una harina que llamaban “patay” y una bebida fermentada llamada “aloja”, usada en fiestas y ceremonias.
En materia religiosa adoraban al sol y la luna, practicaban la magia y danzaban para conjurar todo tipo de males.
Los comechingones son poseedores de la más extraordinaria riqueza pictográfica del territorio argentino y una de las más destacadas del continente americano. Más de 1000 obras de arte rupestre, dibujadas y pintadas por estos aborígenes se encuentran en lugares remotos y escondidos de nuestra serranía. Las más conocidas se encuentran en grutas y cavernas de Cerro Colorado.
Ellos llamaron a esta zona “lugar de vegetación enmarañada”, y los futuros habitantes habríamos de tomar el vocablo indígena para designar al lugar tal cual se lo conoce hoy.
Alta Gracia, capital del valle de Paravachasca. Una ciudad levantada en tierras del antiguo dominio comechingón, al pie de las sierras chicas, y ubicada en un valle con nombre indio que ningún conquistador pudo borrar.